Proust en mi zapatero: botas rojas en el Ecuador
Me gustan las estaciones
intermedias, aunque este año en el sur de Europa el frío otoño se resiste a
aparecer y tiene consecuencias. Esos cambios graduales de luz, de temperatura,
días que se acortan y van acompañados de colores, olores característicos como
el petricor (término creado en 1964 por dos geólogos australianos, define el olor
que produce la lluvia al caer en suelos secos), aunque no lo disfrutamos igual
en todas las latitudes.
Esta semana parecía que empezaba
a llover, que buena falta hace. Fui a buscar mis botas rojas de agua, no puedo
resistirme, me gusta pisar charcos, y se me cayó encima una magdalena de Proust, ese fenómeno
involuntario en el que una percepción te transporta a un recuerdo del pasado, y
esas botas rojas me acompañaron en mi epopeya Neotropical.
Hace unos años respondí a la
llamada internacional de Rafael Correa, entonces presidente del Ecuador, para
reformar la Educación Superior del país. Con un futuro profesional negro como
el sobaco de un grillo en España, mi doctorado en arqueología y el currículum
entre los dientes, decidí dar el salto al Nuevo Mundo. Y ya que daba el salto,
aproveché para ampliar las posibilidades de éxito y empecé buscando en Chile,
en el invierno austral (¡qué bien me lo pasé!). De ahí salté a Ecuador con toda
la ropa de abrigo. No tuve problemas para encontrar trabajo en la República del
Ecuador, donde pasé casi media década. Trabajé en dos universidades, la primera
en la Universidad de Mierdagro (no la llamaré por su nombre hasta que me paguen
los dos meses de sueldo que todavía me deben, una de mis quijotadas). Después me
mudé a Guayaquil donde colaboré en la creación, difusión y puesta en marcha de
la única Licenciatura de Arqueología en el momento, basada en la que ya había
puesto en marcha mi jefe hacía algunos lustros, y que por distintos motivos se
extinguió a finales del siglo pasado. También fui docente en el Máster en
Arqueología del Neotrópico y participé en proyectos de divulgación. Mi proyecto
de investigación me llevó a la Antártida a pesar de la incredulidad del entorno,
y que me quiten lo bailao.
Ecuador es un país chiquito con
un pasado muy largo y tiene mucho que aportar. Se divide en cuatro regiones muy
distintas, exuberantes e interconectadas: Costa, Amazonía, Sierra y Galápagos.
Comparte un 85% de la biodiversidad que tiene Brasil, y esa diferencia del 15%
restante lo tiene el Ecuador en las Galápagos. Alexander von Humboldt, conocido
como el padre de la geografía universal, pionero del pensamiento ecológico, y
la primera persona conocida hasta ahora que escribió sobre el cambio climático,
describió a los ecuatorianos como seres raros y únicos: duermen tranquilos en medio de crujientes volcanes, viven pobres en medio
de incomparables riquezas y se alegran con música triste, y conocí el
Pasillo y a Julio Jaramillo, un estilo de música que me pone los pelos de los
brazos como escarpias. Conservo muy buenos amigos, compañeros crueles y la confianza
de mis alumnos, que cuando a veces se acuerdan de mí, entro en modo pavo real. Recuerdos
que como una red de arrastre en el océano, remolcan todo tipo de materiales. Por
supuesto me encontré con gente que me abrió las puertas de sus casas y me
ofreció ayuda en momentos difíciles. Otros me veían como un dólar con patas y
como española responsable de un genocidio y de todos sus problemas, mientras
los indígenas siguen siendo exóticos en su propia tierra. Conocí el miedo, la
hispanofobia y la pigmentocracia. Volcanes activos, el Chimborazo: el punto más
alejado del centro de la Tierra, la mitad del Mundo y el ojo del Universo, sierras
escarpadas, la Nariz del Diablo, lagos en altura que desafían al soroche a los
que sólo puedes llegar en burrito o caballo y vicuñas. Una vegetación
exuberante, tapires, perezosos, ocelotes y osos hormigueros, mantas gigantes,
frutas de formas y colores que nunca había visto antes. Hasta viví una
catástrofe natural, un terremoto de 7.8 en la escala Richter, algo habitual en
el cinturón de fuego del Pacífico.
Encontré una nueva pasión: el
buceo, y una fobia: el reguetón, aunque lo que llega aquí es la parte blandita.
También creía que la salsa era para mojar el pan y descubrí una variedad de
estilos de música, con normas distintas en las relaciones sociales, fue un gran
aprendizaje. Tuve la suerte de poder viajar bastante, vi todo lo que pude, me
apuntaba a un bombardeo… hasta que me llevé un par de sustos y se me quitaron
las ganas, ir sola no era una buena idea.
Vivía en la Costa, donde el clima
es distinto, donde no existen las estaciones intermedias, hay dos: mucho calor
y mucho calor y lluvia, a diferencia de Quito, que se encuentra en la Sierra y puedes
vivir las cuatro estaciones que conocemos en España en un mismo día. En la
Costa el cambio de estación lo marca una invasión de grillos, que son distintos,
grandes, marrones y se te enganchan en el pelo sin pudor, a eso te tienes que
acostumbrar. Pero cuando llegaba la estación de lluvia, el agua caía como una
manta de agua trenzada, casi tenías que salir en canoa, y los sistemas de
captación de aguas que no han cambiado desde lo que nosotros llamamos Neolítico,
allí Formativo, son espectaculares y ahora se venden como una novedad, como la
acuicultura. Siempre me acordaba de los galos, cuando Astérix decía que el
único miedo que tenían era que se les cayera el cielo encima, y eso parecía.
Guayaquil me sirvió como entrenamiento para la pandemia, cuando caía el sol no
era recomendable salir a la calle sola, los semáforos están en ámbar para los
coches. Pero cuando llegaba esa manta de agua veía que no había nadie por la
calle, me calzaba mis botas rojas con un chubasquero poncho, y aprovechaba para
dar un paseo a trote cochinero. Es impresionante el cambio que puede provocar
la lluvia en el entorno. En zonas desérticas se convierte en una explosión de
vida chiquitita, y en el trópico las calles se convierten en ríos caudalosos,
las gotas de agua te percuten en la cara y en las manos mientras estás seco por
dentro, el olor y las yemas de los dedos arrugadas. Hasta que un día entendí
por qué los oriundos no salían, no sé a quién se le ocurrió poner baldosas que
resbalan en el trópico. Volvía de otro día intenso de trabajo a Urdesa, último
barrio en el que viví en Guayaquil, donde había encontrado un nicho ecológico
en el que me estafaban un poco menos, y la calle estaba vacía. Como me gusta
pensar mientras ando, enfundada en mis botas rojas, me lancé a la calle para
pensar. No llegué a los 200 metros del portal cuando se me fue un pie, y el
tortazo que me di fue monumental, me estampé tan rápido que no sabría
reproducirlo pero terminé panza arriba, con un esguince cervical y muchas
preguntas ¿Qué pasa con el Sistema Climático? Por supuesto mi primera reacción
fue mirar alrededor por si me había visto alguien, me levanté como un resorte, después
collarín y un mes de rehabilitación y tardé tiempo en volver a ponerme las
botas rojas.
Tampoco entendía las navidades en
Guayaquil, nieve artificial, palmeras de navidad y renos en el trópico con un
95% de humedad en el ambiente y 35 grados centígrados. Yo con mi melena leonina
y gente abrigada disfrazada de Papa Noel, pobrecitos qué calor ¿Por qué no
llevan pantalones cortos?, además sin celebrar los Reyes Magos, vamos, sin
vacaciones largas en navidad. Mi proyecto de tropicalizar las navidades no
funcionó, yo veía mejor las iguanas o los osos hormigueros de navidad, ahí
tengo una espinita, a mis alumnos les puse el reto, aparte de leerse un libro:
El mundo de Sofía, pero no funcionó. Cuando entrabas en un espacio cerrado
tenías temperatura de conservación de cadáveres y la bofetada de calor húmedo
era interesante cuando abrías la puerta.
Una palmera de navidad cualquiera en
el trópico.
Es curioso cómo el clima y sus
cambios influyen en nuestro comportamiento, en nuestras normas sociales, o su
papel decisivo en nuestro proceso de evolución humana y en nuestra tecnología,
que responde a nuestras necesidades. Ahora somos la misma especie, tenemos las
mismas necesidades y las solucionamos con los materiales que tenemos a mano, en
nuestro entorno.
Imagina la importancia de nuestro
pasado, este año el Premio Nobel de Medicina ha sido para Svante Pääbo, quien desentrañó
con su equipo en yacimientos del norte de España el genoma Neandertal. Con las
herramientas y el equipo adecuado, la arqueología tiene mucho que aportar. El origen
de preocupaciones tan modernas como la deforestación o los transgénicos se
pueden rastrear gracias a la arqueología en las primeras sociedades productoras,
agrícolas y ganaderas. Empezó a llover y tuvo sus consecuencias en el entorno,
un cambio en la flora y en la fauna. Cambios en los modos de vida de nuestra
especie, como la domesticación de plantas y animales son recientes, el
resultado de un proceso muy largo de adaptación a distintos cambios climáticos,
evolución tecnológica, migraciones y contacto con otras especies con las que
compartíamos espacio y genes, al menos durante 300.000 años que sepamos. Un
fenómeno complejo sobre el que tenemos más preguntas que respuestas. En
momentos de incertidumbre generalizada como el que vivimos ¿no crees que un
poco de perspectiva nos vendría bien?
¿Cómo sabremos hacia dónde vamos
si no sabemos de dónde venimos?
Beatriz Fajardo Fernández-Palma,
Doctora en Arqueología.
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