Tempus fugit

 

Es curioso ver como el tiempo cada vez pasa más de prisa, este año nos ha dejado tan rápido como ese puñado de arena que se escurre entre los dedos y ha venido cargadito de cambios, novedades y viejidades. Sigue habiendo terraplanistas, no cesan las guerras ni la extinción masiva de especies, vivimos momentos de cambio. Sigue habiendo más financiación para encontrar la solución a la calvicie o la impotencia masculina que para encontrar la cura para la malaria, mientras la Tierra sigue girando a su ritmo. También hemos sido testigos de aportaciones brutales que nos permiten comprender mejor nuestro pasado, sobre todo esas que se convierten en identidad cultural y nos permiten reconocernos con el otro al que no conoces y no se parece a ti, aunque muchos de esos otros sigan dando vergüenza de especie.

El cuadro de los Relojes Blandos de Dalí siempre me ha recordado esa sensación que tengo cuando parece que el tiempo no pasa.

Me parece muy interesante una de las últimas publicaciones sobre la construcción del Dolmen de Menga, Patrimonio de la Humanidad con papeles. Esas construcciones son un claro ejemplo de ingeniería civil, conocimiento del entorno y modificación del relieve que implica extraer, adaptar y transportar a distancias sorprendentes grandes piedras que pesan hasta 150 toneladas, sin que se rompan, para construir estructuras que duran más que nuestras casas actuales. Cuando se identifican restos de construcciones megalíticas, en Andalucía se reconocen como Bien de Interés Cultural, la figura administrativa de protección más estricta que tenemos en nuestro ordenamiento jurídico. Desde mi punto de vista no están suficientemente aprovechados. Te pongo en contexto. En los días previos a Navidad fui en buena compañía a ver el dolmen de Soto, en la provincia de Huelva. Intentamos sacar las entradas para la visita por internet pero no fue posible, aun así, nos arriesgamos y fuimos a lo loco. Cuando llegamos la persona encargada de la entrada del yacimiento nos dijo que no podíamos entrar sin reserva, era afable y tenía muchas ganas de socializar. Resulta que otros individuos tuvieron la misma idea que nosotros, de manera que nos reunimos unos 10 bípedos implumes en la puerta esperando pacientemente poder pasar. Los últimos en llegar, una individua con sus dos vástagos, se incorporaron al grupo, tomaron la delantera y se agarraron como lapas a la verja de entrada. Llegado el momento de entrar la persona encargada del acceso, que nos estaba haciendo un favor, nos pidió encarecidamente que no tocáramos nada y que saliéramos rápido. Nos movimos como una manada de ñus, por supuesto los dos vástagos delante. Nos volvió a recordar que no podíamos tocar nada pero esos dos monstruos disfrazados de adolescentes entraron con las patazas extendidas tocándolo todo mientras su madre, detrás de ellos, no decía nada. Reconozco que con el tiempo digo cada vez menos cosas porque nunca sabes con lo que te vas a encontrar, y lo que sea habitualmente no es agradable, pero en este caso no me pude contener. Sin levantar la voz les dije que era unos irresponsables, que eso no les pertenecía y que pasar sus patazas por las piedras tiene como consecuencia la degradación de lo que tocan y que serían responsables de que eso no llegara íntegro a las generaciones futuras. Mientras su progenitora seguía con mirada bovina y sin decir ni mu. Qué cosas, me recordó a una conversación reciente con otra progenitora orgullosa de que sus vástagos usaran la inteligencia artificial para superar sus trabajos universitarios… otra vez vergüenza de especie.

Los arqueólogos llevamos siglos haciendo un esfuerzo importante para crear metodologías que minimicen el efecto subjetivo inducido por el observador, pero sin un medio de comunicación adaptado y adecuado no tiene sentido. Meter cosas rotas detrás de una vitrina con carteles implica asumir que cualquiera puede hacer nuestro trabajo.  No hay duda, estamos en continua construcción para dar respuesta a lo que no entendemos ¿Por qué no lo reconocemos? Los datos arqueológicos en bruto son poco accesibles a la población y los pocos disponibles, a la hora de divulgarlos, suelen representarse de forma simplista. A la difusión de este contenido no ayuda la arqueología mal entendida como hobby, quizás gracias a Indiana Jones, o su homónimo español Tadeo Jones que muestran la arqueología como la búsqueda de un tesoro, como si vas al médico y te dice que te va a curar los humores con sanguijuelas. El coleccionismo de piezas fomenta el expolio, uno de los mecanismos más crueles de destrucción del patrimonio arqueológico que es de todos, irreparable al tratarse de un recurso no renovable. Cuando te llevas una pieza del campo, que te puede parecer abandonada a su suerte, es como si te llevaras una pieza de un puzle o de una escena de un crimen, se pierde muchísima información irrecuperable.

Como animales que somos tenemos la necesidad de explorar, de sentir, de tocar. Ahí reside la importancia de nuestra profesión, tenemos la responsabilidad de darle vida a los lugares muertos y asociar nuestro patrimonio arqueológico a una forma de crear puestos de trabajo y generar ingresos para las comunidades como ya se ha hecho en otros países y también en el nuestro, aunque todavía no ha bajado de Despeñaperros. La puesta en valor de nuestros recursos arqueológicos no tiene sentido sin una labor previa de profesionales formados que le asignen su valor, que adapten el contenido al abanico de individuos que componen nuestra sociedad y sobre esto ya se han escrito ya ríos de tinta fuera de nuestras fronteras, el pasado nos pertenece a todos. Mientras… tempus fugit.   

¿Cómo sabremos hacia dónde vamos si no sabemos de dónde venimos? 


Beatriz Fajardo Fernández-Palma, Doctora en Arqueología.

Comentarios

Entradas populares de este blog

¿PROYECTO ORCE O PROYECTO DECEPCIÓN?

Déjà vu, otra catástrofe tecnológica y sigo con los mismos pelos

Reflexiones de supermercado (primera parte)