Cambios de hora, microplásticos en arqueología y formación
Como todos los años por estas
fechas, con el cambio de hora el reloj de mi horno deja de tener una hora de
retraso. Reconozco que se me da mejor la tecnología prehistórica que la actual.
Está demostrado que soy incapaz de cambiar ese reloj, aunque tengo que decir a
mi favor que quien ha venido a mi nicho ecológico y se ha preocupado por mí,
siempre ha intentado ayudarme a cambiarlo y no ha habido manera, ni leyendo las
instrucciones.
Me llama la atención la cantidad
de noticias anuales publicadas sobre las consecuencias del cambio de hora en la
población, no lo dudo, seguro que hay gente que le afecta, pero no puedo dejar
de pensar en quienes viajan habitualmente de España a Portugal, o de la España
peninsular a las Canarias, incluso pienso en los años que me he pasado
cambiando de continente. Cuando vivía en otros meridianos me gustaba tener
cumpleaños que duraban 31 horas, incluso antes en un año cambiaba cada tres
meses de país y cada seis de continente. Sigo teniendo las patas y las aletas
inquietas.
Es ahí cuando esa red de arrastre
que es la memoria me lleva a la primera impresión que tuve cuando vi las
primeras tribus en un viaje por el África del Este, había un montón de
recipientes de plástico a las puertas de un pueblito que en ese momento me
sacaban de contexto y pensé, ¡vaya tela, qué sociedad de plástico! No lo
entendía. ¿Cómo con esa tradición cultural introducen una materia prima tan
artificial y fea? Hasta que luego empecé a conocer gente que me decía que prefería
tener vida de perros en el hemisferio norte, porque como veían en la televisión,
aquí los perros comen dos veces al día y además les llevan la peluquería. Varios
años después me perdí en la Amazonía Ecuatoriana tras una epopeya, me acogió una
familia Shuar, uno de los muchos grupos que se describieron como jíbaros. La
señora, madre biológica de doce hijos y responsable de catorce churumbeles, me
contaba que cuando se le caía un recipiente de cerámica era un drama, me hablaba
con respeto de cómo lo hacían sus antepasados, pero insistía en que el plástico
no se rompe, y que veía en la televisión gente que gana dinero sin doblar el
lomo todos los días, que es lo que quería para sus churumbeles. Y, ¿qué les
dices?, ¿recicla? Yo sentía vergüenza de especie por nuestro eurocentrismo.
Sí, soy una privilegiada, muchos
de los sitios que he conocido ya no existen y sigo teniendo presente mi
experiencia antártica, te aseguro que te alarmarías si leyeras sobre el
deshielo de los glaciares y sus consecuencias, veo cómo en un tiempo ridículo
se están retrayendo los glaciares a una velocidad de vértigo, con todas sus
consecuencias. Antes de ir me lo imaginaba como un sitio prístino, poco
antropizado y muchas veces la expectativa es la antesala de la decepción, al
final terminamos llevando una bolsota de basura de las grandes para recoger
toda la porquería que encontrábamos en las playas, entre la que había basura de
países de todos los continentes, y nunca teníamos sitio para llevarnos toda esa
mierda dejada por las corrientes. Los chilenos y brasileños que conocimos también
lo hacían, recogíamos sobre todo maromas, mucho plástico y latas.
Puedo decir sin
temor a equivocarme: si tienes un mal día mira a un pingüino, esta foto la hizo
mi compañero antártico Chistophe. Son divertidísimos con esos andares torpes en
tierra, pero extremadamente ágiles en el mar, siempre elegantes con su frac,
eso sí, no veas como huelen las pingüineras. Un vistazo rápido a la foto
enternece, pero si miras con atención y te fijas en la botella de plástico que
acompaña al pingüino se te eriza el lomo.
Parodiando al refranero del pueblo podríamos decir:
de estas aguas vienen estos lodos, y de esos plásticos vienen estos
microplásticos y todo lo que el ojo no ve. Esos trozos diminutos de
plástico inferiores a cinco milímetros, del tamaño de una semilla de sésamo, se
forman por la descomposición de plásticos de mayor tamaño por degradación
química o desgaste físico. Esas cositas chicas que han entrado dentro de la
cadena trófica han dado pie a algunas publicaciones recientes que te pueden
llegar a erizar el lomo. El seguimiento que han hecho algunos investigadores a
determinados micropásticos, esos que se usan habitualmente en productos de
belleza (peelings y esas cosas), ya forman parte del mundo acuático que nos
rodea, se confunden con el krill, que es la base de la cadena alimenticia de
los mares y han aumentado exponencialmente en los últimos años, o el agua
embotellada que contiene miles de nanoplásticos más chicos todavía, que pueden
llegar a invadir las células del cuerpo humano.
Si bien es preocupante el impacto
de los microplásticos en el medio ambiente, no sólo hay estudios que demuestran
su repercusión directa en nuestra salud, ya hay estudios que sugieren que también
podría cambiar cómo nos enfrentamos a los retos que nos plantea la arqueología.
John Schofield, profesor y director de estudios del Departamento de Arqueología
de la Universidad de York, tras hallar microplásticos en muestras de
yacimientos muestreados y almacenados a finales de la década de 1980, ha
empezado a estudiar hasta qué punto esta contaminación compromete el valor
probatorio de estos yacimientos y su importancia. Ya ves qué cosas, la
contaminación por microplásticos empieza a ser preocupante y puede cambiar y
cambiará la química del suelo, introduciendo elementos que potencialmente propiciarán
la descomposición de los restos orgánicos, y solo es el principio, queda mucho
trabajo por hacer ¿esa contaminación se produjo pre o post excavación?
Es curioso ver cómo todos estos
cambios en la forma de desentrañar el pasado son el resultado de un cambio de
paradigma que repercute directamente en la formación, en qué tiene que saber un
profesional de la arqueología para darle vida a los lugares muertos. Ese cambio
en el que la línea que separa las ciencias sociales y naturales se difumina
tanto que no existe como defendía Thomas Kuhn. Donde no tienes que saber
hacerlo todo sino tener el teléfono de quien lo sabe, sin la puesta en marcha
de un equipo transdisciplinar solvente, hacer lo mismo y esperar un resultado
distinto me parece digno de reflexión. Puede que nos tengamos que mirar un poco
los planes de formación, no es cuestión de inventar la pólvora sólo hay que ver
cómo lo hacen donde funciona y adaptarlo a nuestra realidad, pero para eso es
necesario crear sinergias, buscar un objetivo común, y eso no se nos da nada
bien.
¿Cómo sabremos hacia dónde vamos
si no sabemos de dónde venimos?
Beatriz Fajardo Fernández-Palma, Doctora en Arqueología.
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